sábado, 30 de abril de 2011

30 de abril 2011

Qué día hoy!! Se murió Ernesto Sábato y para colmo, llueve. Pensando en él encontré una frase suya para subir en las redes sociales, a modo de homenaje: "Yo escribo, porque si no me hubiera muerto, para buscar el sentimiento de la existencia."
Me movilizaron mucho estas palabras, como otras que le escuché decir. Sus gestos, su sobria emoción y semblante asolado tras la el acto revelador, la lengua desenvolviéndose dentro de la garganta anudada para pronunciar Nunca Más...
Pienso en la muerte, en las cosas que me mantienen viva, en aquellas que me matan o en la que hubiera muerto de no tener.
Es una especie de inventario, largo para incluir en esta entrada, pero si en algo nos parecemos el maestro y yo, es en la impresión que la palabra deja sobre el alma. Vital, absolutamente vivificante, casi devoradora.
Escribir para organizar el caos, para poner sentido y punto final a la idea que zumba en el cráneo todo el día. Para ponerle límites al mundo que me atraviesa como una espada, como una carretera congestionada, frenética.
De chiquita escribía versitos para mi abuela y mi mamá, cuentos, obras de teatro en un inglés jeringoso que representaba sola en el jardín del fondo de mi casa. Le escribía cartas perfumadas con talco Mujercitas y llenas de dibujos a mis amigas, tarjetas de cumpleaños, papelitos que pasaban de banco en banco por el aula del colegio. Escribía listas de cosas en la parte trasera de las papeletas que habían sobrado de las elecciones del 83, nombres de personajes y de países imaginarios como preparándome para ir al supermercado a recogerlos de algún estante. Escribía frases adolescentes con letras originales y dinámicas en las tapas de las carpetas y en servilletas de papel que acababan volando como aviones. Y poemas ilustrados en un cuaderno, devorado por el tiempo.
Durante muchos años, aquellos años, cultivé un callo en el dedo índice de mi mano derecha, justo donde se apoyaba la lapicera. Recuerdo que dolía, se ponía colorado o azul por la tinta. Hasta los quince años mi vida fué así, libros, cuadernos, lapiceras, lápices, crayones, callos en los dedos, articulaciones adoloridas, ojos cansados. Después... nada.
Un día lo conocí a Sábato. Estuve sentada con él en el living de su casa. Mientras me hablaba inconscientemente rocé con las yemas el dedo índice de la mano derecha pero el callo ya no estaba ahí. Así como en la historia del mundo, en mi vida también hubo años de oscurantismo. No le conté de esa niña porque casi no la recordaba. Tampoco le dije que El Túnel es uno de mis libros favoritos, uno de los primeros libros adultos que leí un verano cuando tenía apenas 13 años. No le conté de esa niña porque no sabía entonces cuanto de mí había en ella. Tuve que descubrirlo después, cuando me fui quedando sin oxígeno y gracias a esas cosas redentoras y generosas que tiene la vida, me mandaron un ángel que me dijo con su vocecita pequeña y dulce: Vení, es por acá, no ves...

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