viernes, 5 de agosto de 2011

5 de agosto 2011

Tuve una charla hermosa con mi hijo. Preocupante en algunos rincones, pero hermosa. Me encanta poder confiar en él, poder abrir el corazón y las ideas en la conversación. Me encanta empujar mis opciones al límite para acomodarme a él, a sus posibilidades frente a un mundo tan diferente (tan gloriosamente distinto en tantos aspectos, tan vertiginosamente confuso en otros) para entenderlo, poder cuestionar todas esas verdades que inocularon mi mente de espacios en blanco desde se oían zumbar preguntas temerosas y temerarias que nadie respondió con coraje, con ese genuino arrojo que poseen los que aman de verdad... y cuando digo amar de verdad no hablo de esa melosa necesidad de poseer, de proteger y nutrir. No hablo de cumplir con las responsabilidades, de sacrificarse a la bestia capitalista para proveer, ni hablo siquiera de educar, mucho menos de satisfacer anhelos narcisistas de procrear y reproducirse en vínculos que te devuelvan una imágen gratificante de si mismo, estetizada por el gozo y la satisfacción del deber cumplido, de la realización del logro, de la cristalización de los esfuerzos y la culminación que le dé sentido a todo.
Hablo de salir de adentro de uno para ponerse en la piel del otro, ser sus oídos y su voz, doler en su carne, caminar sus pasos para restituirse después al cuerpo con un girón esa otredad pegada al tejido epidérmico que recubre el alma.
Cambiar, adaptar, escuchar... escuchar... escuchar... respirar, sonreir, abrazar, aceptar... Eso es el amor para mí. Sentir vértigo. Dejarse perder. Encontrarse.
Hoy tiene chuchos de frío y un poquito de fiebre y está enojado porque no lo dejo ir a dormir a la casa de un amigo y tal vez le dije, tal vez, no vaya al cumple de quince de mañana. En fin... el devenir es infinito y sorprendente, por eso es tan divertido estar vivo.