miércoles, 23 de febrero de 2011

23 de febrero 2011

Los días transcurren con la mente y las comisuras algo entumecidas. Disfruto los últimos días sin horarios, pero es un disfrute desabrido. Me preocupan muchas cosas de este año. Busco trabajo para poder afrontar, mejor dicho acompañar, los muchos compromisos económicos que tenemos. Me meto en internet, envío curriculums más o menos en positivo. No puedo evitar las inseguridades. Tengo 38 años y aún no se para que sirvo. Intento mil cosas, creativas, mecánicas, en solitario, en conjunto. Se que tengo potencial que es apreciado pero la admiración no paga un buen sueldo. Hacen falta clasificados.
Cumplí 38 años en Mendoza, en la cima de una montaña. Esa tarde tomamos la ruta 7 y luego un camino de altura en forma de caracoles hasta Vallecitos. El cielo caía como plomo esponjoso sobre las cumbres más hermosas y renombradas. El camino espiralado de bordes recortados apenas en la ladera me dió vértigo y escosor los precipicios desprotegidos por los que serpenteaba el auto, aún así era más fuerte el deseo de llegar a la cima aunque la misma no se dejase ver tras el velo de los nubarrones amenazantes. Llegamos. No sin que deseara abrir la ventanilla y tirarme del coche (ataque de ansiedad debido a mi terror a las alturas contenido por el deseo de aventura, que fue más fuerte) varias veces. Hacía frío y el paisaje no pintaba hospitalario. Una pista de ski dormida y escasa presencia humana para alentar la permanencia, hasta que hallamos el lugar preciso para sentarnos a tomar un café. Un par de mesas, un par de mujeres terrunas. Un perro viejo y fotos en las paredes bajas, con más cimas, más nieve y el cielo azul despejado. Pensé bastante en esa gente, la que alumbraba y calentaba ese pequeño refugio perdido entre la belleza imponente y hostil de la montaña. Pensé en la plenitud de vivir cerca y al asecho de la naturaleza, en el desafío constante de supervivencia frente a esa vastedad indómita.
Tan cerca de un cielo que no se dejo ver estuve, tan con los pies sobre la tierra que me sentí en el pequeño nido en la piedra, más finita y libre que nunca. Ahí arriba no había nada que probar porque las montañas no necesitan medirse con nosotros.
Yo en cambio, tengo que probarme con el mundo, alcanzar mis cimas y cuidar el refugio que me protege en las que ya conquisté, con esfuerzo y con cansancio. Y seguir esperando que aparezcan más peldaños cuando el velo plomizo se descorra y un resplandor revele que aún hay más camino por andar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario